DE MILAGROS E IDOLATRÍA

Parashá JUKAT

El éxodo de Egipto marcó la liberación física y el rompimiento con el esquema pagano que deifica los objetos o las fuerzas de la naturaleza. El judaísmo, en cambio, promulgó a santidad del momento y rechazó la santidad intrínseca de algún objeto. Por ello, concluimos la Amidá de los Jaguim con la frase: Mekadesh Yisrael vehazemanim, “Dios consagra a Israel y a los tiempos”, porque a través del cumplimiento de la mitsvá, el pueblo judío adquiere santidad.

No obstante, existen elementos considerados sagrados tales como la Torá y los Tefilín, el monte sobre el cual se erigió el Beit HaMikdash. Cabe destacar, sin embargo, que la santidad de estos objetos o lugar es una consecuencia, deriva de la santidad de la palabra, del mensaje Divino que transmiten. En el caso del Beit HaMikdash, se debe a la Presencia de Dios en ese recinto, porque conduce al acercamiento con Dios a través del Korbán, el sacrificio.

De manera similar, las Tablas de la Ley que Moshé obtuvo en el monte Sinaí debían su santidad a la Palabra de Dios grabada sobre su superficie. La Torá se refiere a estas Tablas como Aséret Hadevarim, los “Diez Pronunciamientos” de Dios, porque debido al mensaje escrito estos elementos adquieren un grado de santidad propia.

Por lo antedicho, la actitud de Moshé al romper las Tablas de la Ley cuando observó el éxtasis del pueblo danzando alrededor del Éguel Hazahav, exige una explicación.

De acuerdo con el autor del Méshej Jojmá, la introducción de la idolatría a través del Becerro de Oro podía conducir al pueblo a adorar las Tablas de la Ley, o sea, existía el peligro que la piedra misma se convirtiera en un elemento sagrado, olvidando que la santidad del objeto se debe únicamente al mensaje, a la enseñanza Divina.

Yair Barkai cita a Yehezkel Kaufmann, el célebre erudito bíblico que sostiene que incluso los milagros pueden ser vistos desde dos prismas diferentes. Por un lado pueden considerarse como una manifestación de fuerzas eternas ocultas que periódicamente surgen en la naturaleza, pero también podrían ser vistos como una expresión del potencial infinito del Creador. Este apunte viene a colación debido al episodio de la Serpiente de Cobre, incluido en estos capítulos.

Debido a la presencia de serpientes en el desierto, Moshé erigió un poste sobre el cual colgó una Serpiente de Cobre y la persona que dirigía su vista a esta serpiente se curaba del veneno de la mordida que había recibido. Este episodio es enigmático, porque la utilización de la “Serpiente de Cobre” contradice el desdén manifestado por la idolatría. Sensible a esta aparente dificultad, el Talmud insiste que la cura de la mordida resultaba de elevar la vista hacia el cielo, hacia “Nuestro Padre en el Cielo” y no hacia la “Serpiente de Cobre”.

Aparentemente, esta Serpiente de Cobre fue guardada, tal como el recipiente con Maná en el Beit HaMikdash, como recuerdos de los milagros ocurridos durante la travesía por el desierto.

Cuando el rey Jizquiyá se empeñó en desterrar todo vestigio de idolatría, destruyó la Serpiente de Cobre, porque estaba siendo adorada tal como si fuera un ídolo. Prefirió destrozar la imagen, no obstante, el peligro de que se olvidara el milagro que se produjo a través de este objeto.

De acuerdo con Samson Raphael Hirsch, este episodio sirve para destacar la idea de que Dios hace milagros a diario, para que la Humanidad pueda sobrevivir. Especialmente durante los cuarenta años de travesía por el desierto después del éxodo de Egipto, los hebreos pudieron arribar finalmente a la Tierra Prometida, únicamente por la intervención milagrosa y constante de Dios. Tanto el pan que comieron en la forma de Man (maná) como el agua que brotaba por el mérito de Miryam, provenían en forma milagrosa directamente de Dios.

El Talmud enseña que la persona no debe confiar en el milagro, debe conducir su vida por el sendero de la rectitud y la mitsvá, comportamiento que produce de manera natural la buenaventura. Tal como enseña el Shemá Yisrael, incluso la naturaleza responde con abundantes lluvias para la cosecha como una consecuencia del comportamiento humano. Por otro lado, el individuo no puede dar por sentado su derecho a la vida, que en última instancia es el resultado del Jésed, la misericordia del Creador.