EL TRAYECTO HACIA DIOS

Parashá HAAZINU

El canto final de Moshé, Haazinu, es una súplica en la cual el gran líder recuerda al pueblo hebreo que la razón de ser es la fe en el Creador, y que su permanencia en la Tierra Prometida sería una función de su conducta acorde con los principios de la Torá. En los capítulos anteriores de Vayélej había ordenado que se efectuara cada siete años, en una reunión denominada Hakhel, la lectura pública del texto de la Torá. El lector tenía que ser el rey que habría de ser designado después de la conquista de Canaán, en una demostración de que la monarquía no era absoluta. El rey tenía que desempeñarse en sus tareas de acuerdo con los instructivos de la Torá. Más aún, en un atrevido comentario, el Midrash sugiere que incluso Dios utilizó la Torá como una especie de plano en el proceso de la creación del universo. De otra manera serían incomprensibles los “reclamos” de los patriarcas y del mismo Moshé. Asumen que Dios también “obedece” a una constitución: la Torá.

Pero el ser humano se desvía del camino de la Torá: su carácter y estructura emotiva permiten que sea seducido por la transgresión, el ejercicio del libre albedrío le permite la desobediencia, pero al mismo tiempo le permite alcanzar la generosidad y la caballerosidad, el altruismo y la magnamidad. El tropiezo, en muchas ocasiones, es una consecuencia de la abundancia. Así reza el texto: Shamanta avita kasita, vayitosh Eloah asahu, vayenabel Tsur yeshuató: “Al cubrirse de gordura abandonó a Dios, su Creador, y se olvidó de la Roca de su salvación”.

La tradición judía dispone que la persona pueda hacer enmiendas. Existe la posibilidad de la teshuvá: el retorno a las raíces auténticas del judaísmo. Este proceso exige, ante todo, el reconocimiento del pecado, de la separación de la fuente original, hecho que a su vez pudo producir el “alejamiento” de Dios. Así reza el texto de un capítulo anterior: “Y ese día Yo les ocultaré Mi rostro por las abominaciones en que incurrieron volviéndose a otros dioses”.

Hay quienes consideran que la presencia del “mal” en el mundo es una consecuencia del “alejamiento”, el “ocultamiento” del rostro de Dios permite que prolifere la vileza. Aunque el hombre tiene la posibilidad de escoger el bien, pierde un estímulo importante con la aparente “ausencia” de Dios. Con cada desviación se produciría un “alejamiento” mayor. Más riguroso aún es el hecho de que la “ausencia” de Dios no permite avizorar la yeshuá: la salvación y redención de la neshamá, el ingrediente espiritual que distingue al ser humano por encima del resto de la creación.

El proceso de teshuvá exige la verbalización de la confesión, el reconocimiento hablado del error que a su vez invita al interlocutor: Dios, en cuya presencia la insinceridad se vuelve una blasfemia. La noción de estar ante el Creador recuerda que el alma humana, la neshamá, proviene de Él y por lo tanto tiene un origen celestial y no puede ser profanada por el pecado, siempre permanece en su estado de pureza originaria. Pero con cada acción indebida se crea una membrana de impureza que cubre la neshamá e impide que ejerza una influencia beneficiosa sobre la persona. Cada pecado forma una especie de callo que insensibiliza al individuo, su alma se endurece.

El proceso de teshuvá exige que se vayan desmembrando las sucesivas capas, producto de los errores, destapando este “callo” que impide que la neshamá inspire y señale el camino que pueda producir un cambio en el comportamiento de la persona.

Los capítulos de Haazinu se leen en la víspera de Yom Kipur, el Día del Perdón, en el cual el judío desnuda su neshamá ante Dios. Es un asunto harto complejo que exige valentía y coraje para enfrentar los errores propios, no obstante la inclinación, casi natural, de culpar a otros, a la sociedad, por las deficiencias personales. Una normativa acertada sugiere que la teshuvá hay que realizarla paso a paso, eliminando membrana por membrana esa cubierta que impide que la neshamá auténtica de origen divino sea la guía de nuestro comportamiento.